Al finalizar la Segunda Guerra Mundial las poderosas
industrias dedicadas a fabricar sustancias químicas con las que matar al
enemigo mediante el envenenamiento se quedaron sin demanda y consecuentemente
sin negocio. Esta situación duró poco, ya que al tratarse de poderosos
empresarios, condición que ayer al igual que hoy, les permite eludir cualquier responsabilidad
independientemente del bando para el que fabricasen sus venenos. Rápidamente se pusieron a la tarea y se dieron
cuenta que con unos pocos retoques, como disminuir la dosis, algún cambio en la
estructura química, etc. aquello que servía para matar personas lo podían
utilizar para los “bichos” y las “malas yerbas”. Así nacieron los “pesticidas”,
después llamados “fitosanitarios” y actualmente “fitofarmacéuticos”. Cambios de
nombre con una clara intención de engañar tanto a los agricultores como a los
consumidores al sustituir un término que hace referencia a unos “productos concebidos para matar”
(“biocidas”) por unos medicamentos que se suponen protegen la salud de las
plantas y, por consiguiente, la calidad de los alimentos.
La primera estrella de esta colección de venenos fue el DDT,
un pesticida organoclorado, al que la propaganda de la época elevó a la categoría
de “herbicida milagro”, pues además de enriquecer a estos industriales, iba a
terminar con las plagas de las cosechas, con los piojos y la caspa de los
niños. Algo que en nuestro país hubiese sido razón suficiente, de existir la
virginal moda actual, para que algún
ministro o alcalde lo condecorase con alguna medalla honorifica u otorgado el
bastón de mando de su corporación.
Gracias a los trabajos de campo de la bióloga Raquel Carson,
publicados en 1962 en su libro “Primavera Silenciosa”, y tras sufrir muchas
descalificaciones por parte de las “autoridades” científicas y políticas ayudadas
por los medios de “desinformación” de la época, finalmente se impuso la razón y
a principios de los setenta la EPA (Agencia para la Protección del
Medioambiente, fundada gracias a sus trabajos) prohíbe el uso del DDT por “provocar riesgos inaceptables para el medio ambiente y
daños potenciales para la salud humana” y la denostada Raquel Carson fue
considerada por esos mismos medios: “entre las cien personas más influyentes
del siglo XX”. Lamentablemente el reconocimiento le llegó tarde pues había
fallecido de un Ca. de Mama.
Varias décadas después otra gran mujer, Theo Colborn,
denuncia en su libro “Nuestro futuro robado” publicado en 1996, lo que junto a
un grupo de biólogos de distintas especialidades venían observando cada uno por
su parte y en diferentes especies de la fauna salvaje: “Una reducción
draconiana de las poblaciones de determinadas especies de animales,
disfunciones del sistema de reproducción como que los adultos tenían
dificultades para procrear y cuando lo lograban, las crías nacían con
malformaciones congénitas y no sobrevivían; también observaron comportamientos
no habituales, como hembras que se unían en parejas, machos que no defendían su
territorio…”.
Todo ello se expuso en 1991 en la llamada “Declaración de
Wingspread” en la que se llamaba la atención sobre los perjuicios de unas
moléculas que tienen la capacidad de alterar el sistema endocrino y que las
autoridades, afectadas por una “ceguera voluntaria” o quizás “inducida” por las
multinacionales del sector, siguen ignorando.
Con todo lo anterior los autores daban la señal de alarma: “Si no se eliminan
los perturbadores sintéticos hormonales del medio ambiente, podemos esperarnos
unas disfunciones de gran envergadura a escala de la población general. La
magnitud del riesgo potencial para la fauna y para los seres humanos es grande,
debido a la probabilidad de una exposición repetida y constante a muchos
productos químicos sintéticos conocidos por ser perturbadores endocrinos”. ¡Y
las autoridades aún siguen pensando qué hacer!
Otra mujer, en este caso una periodista y documentalista
francesa, Marie-Monique Robin, ha sido la encargada, tras una exhaustiva y
rigurosa investigación, de mostrarnos el verdadero rostro de esas
multinacionales, en dos excelentes libros con sus documentales correspondientes
(ambos se pueden ver en Youtube) titulados: “El mundo según Monsanto” y
“Nuestro veneno cotidiano”. Poniendo de manifiesto los interese que defienden y
al servicio de quien están las agencias estatales, los gobernantes y,
desgraciadamente, una parte importante de la “ciencia”.
Son
esas grandes multinacionales (Monsanto, Syngenta, DuPont, Dow Chemical, Pfizer,
Bayer, etc.) las mismas que inundan nuestros campos de pesticidas y
transgénicos, al tiempo que no dudan en poner en el mercado fármacos cuyo
riesgo no ha sido evaluado convenientemente, y que a pesar de demostrarse las
graves consecuencias de su uso los mantienen hasta que los muertos desbordan su
capacidad de ocultación, las que constituidas en “lobby” o “grupos de presión”
están negociando, en el más absoluto de los secretos, con los políticos de EEUU
y Europa un tratado de libre comercio conocido como TTIP para, según nos dicen
los partidarios del mismo, “beneficio de los pueblos” de esos territorios.
Otra mujer, Cecilia Malmströn, perteneciente al Partido
Popular sueco y Comisaria Europea de Comercio se convirtió en un símbolo de la
frialdad, desinterés por los ciudadanos y la democracia en las instituciones,
cuando un periodista le preguntó cómo iba a seguir defendiendo el TTIP a pesar
de la enorme oposición de la opinión pública y respondió con toda desfachatez y
sinceridad: “Mi mandato no procede del pueblo europeo”. Evidenciando a servicio
de quién está y el impacto social del TTIP mediante el ataque salvaje a la democracia que
el mismo supone.
La realidad anterior se pone de manifiesto en el llamado
tribunal de Arbitraje de Diferencias Inversor-Estado (ADIS), que permite a las
empresas demandar a los gobiernos si las políticas de éstos les causan una
pérdida de beneficios. De manera que unas multinacionales, que nadie ha
elegido, pueden amenazar y obligar a los gobiernos democráticamente elegidos a
no aplicar medidas de salud pública o tener que hacer frente a cifras
millonarias de indemnización. Como ejemplo tenemos lo ocurrido con la compañía
energética sueca Vattenfall que ha demandado al gobierno alemán por miles de
millones de dólares por haber decidió retirar paulatinamente las centrales
nucleares a raíz del desastre de Fukushima.
Hagamos caso al eslogan que se utilizó en el Reino Unido en
la lucha contra el SIDA: Don´t die of
ignorance! (“¡No muera por ignorancia!”), abramos los ojos, seamos
inteligentes y no nos dejemos engañar por organizaciones y grupos que solo
buscan el beneficio económico sin importarles las consecuencias para el planeta
tierra, los seres humanos actuales y, mucho menos, de las generaciones futuras.
Digamos alto y claro: “NO AL TTIP”. No a los políticos que negocian en nombre
del pueblo a escondidas de ese pueblo.
Gracias a personas como Antonio Pintor, hoy soy un poco menos ignorante.
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