El concepto de crisis está
asociado con “cambio rápido”, “ruptura”, “inestabilidad”. Esto supone una
transición rápida, imprevista y traumática de una situación, de un estatus
social y económico a otro.
En efecto, antes vivíamos en un
entorno de estabilidad, económica y social, vivíamos un ambiente predecible y
de bienestar (entendido como la existencia de derechos ciudadanos,
constitucionales, que garantizaban bienes sociales como la sanidad gratuita, el
acceso a una vivienda digna, el acceso a una educación pública de calidad, el
derecho a la tutela judicial efectiva…). Ahora el entorno es inestable,
impredecible y existe malestar social por la limitación cada vez mayor en el
acceso a los bienes sociales.
La causa de esta crisis no es
otra que un error financiero, que un desajuste especulativo en el que el
ciudadano medio no ha intervenido. En cualquier caso, este desajuste, este
error está ocurriendo dentro de un modelo social en el que priman valores
materialistas: la competitividad, el valor del dinero como fin en sí mismo y no
como instrumento, el egoísmo, la insolidaridad, la falta de conciencia social….
Si este fallo financiero hubiera tenido lugar en un mundo dominado por los
contravalores del capitalismo (la cooperación, la solidaridad, la búsqueda del
bien común…) es más que probable que no hubiera persistido como persiste. Esta
es nuestra responsabilidad.
Otro aspecto que hay que tener en
cuenta a la hora de analizar la crisis, nuestra crisis, es la extensión de la
misma. Evidentemente que la crisis nos afecta localmente, tan sólo tenemos que
analizar las estadísticas locales de paro (Andalucía un 35% de paro, un 38% en
riesgo de exclusión…); pero también es europea, y del primer mundo…. En cambio
el tercer mundo vive con cifras de crisis de forma permanente. En estos países
la inestabilidad, la impredecibilidad y la falta de derechos sociales son la
norma. Y el hambre: hambre que, por la especulación de grupos financieros sobre
los mercados de grano y por la compra masiva de tierras de cultivo por esos
mismos grupos de capital, han conseguido multiplicar por cuatro el número de
personas hambrientas en los últimos cuatro años (desde 250 a 850 millones de
personas pasan hambre en un mundo con recursos sobrados para alimentar a todos
sus habitantes). Ésta es también, queramos o no, nuestra crisis y nuestra
responsabilidad.
Por tanto, a la hora de plantear
soluciones, no debemos dejarnos engañar por quienes nos dicen que confiemos en
los que saben: los expertos, los tecnócratas, los políticos… por quienes
quieren, en definitiva, desresponsabilizarnos con la excusa de que éste es un problema demasiado complejo para el ciudadano
común.
Este es un problema global y
ciudadano y la solución no puede
abordarse desde otra óptica que no sea global
ciudadana. La responsabilidad está, querámoslo o no, en nuestras manos.
Debemos cultivar los valores
ciudadanos de bien común, del respeto a la dignidad de cada persona, de la
cooperación, de la solidaridad… en cada una de nuestras actividades tanto
individuales como en nuestra comunidad. Sólo desde la impregnación, desde el
contagio colectivo de esta manera de estar en el mundo, podremos recrear las
condiciones para que éste pueda cambiar.
También debemos demostrar,
mediante pequeñas acciones locales, que
la sociedad puede autoorganizarse y dar respuestas diferentes a las que nos
quieren hacer creer que estamos condenados a dar. Algún ejemplo de estas formas
de respuestas solidarias, responsables y respetuosas con la dignidad de las
personas y del medio ambiente son: la banca ética, el consumo responsable, el
decrecimiento, los microcréditos, la economía de bien común, el banco de
tiempo, las experiencias de democracia directa, los presupuestos
participativos, la relocalización…
En definitiva sabemos que esta
situación no pervive por falta de recursos, ni por falta de dinero, sino por la
tolerancia social que todos mantenemos frente a una organización económica y
social injusta, inhumana.
Es nuestro momento.