Al haberse celebrado
recientemente los 60 años del Tratado de Roma, tratado que instauraría la
Comunidad Económica Europea (CEE), parece oportuno resalta, por una parte que
sigue siendo una gran desconocida para los ciudadanos y por otra el hecho de que se encuentra en
uno de sus momentos más complicados, con el Brexit a las puertas que la dejará
con 27 países miembros, el avance del euroescepticismo, el repliegue de los
países del Este y los problemas con el euro.
Vaya por delante mi reconocimiento a los aspectos positivos en
la génesis de la UE para conseguir unos
Estados Unidos Europeos, así como los beneficios obtenidos: Ausencia de guerras
desde 1945 entre los países miembros de esta unión, mejora de nuestra vida
cotidiana a la hora de viajar por los países integrantes, importantes
inversiones en lo económico, etc.
Aunque los fundadores de la Unión intentaron que se aplicase
la sensatez mediante el principio de que: “La Unión perseguirá sus objetivos
(…) respetando el principio de subsidiaridad”, es decir que: “La Unión sólo
debe actuar si un problema no puede resolverse adecuadamente a nivel nacional,
sino únicamente a nivel europeo”, la realidad es que este macro proyecto se ha
convertido en un monstruo en el que una burocracia ilustrada, con ribetes
kafkianos, controla hasta los detalles más nimios de la convivencia de las
personas (desde la curvatura de los pepinos hasta el tamaño de los condones),
mientras que éstas viven ajenas a ello. Y lo peor es que en los gobiernos
nacionales los políticos responsables, se han dejado doblegar complacidamente
por los gigantes mundiales de los sectores farmacéutico, energético,
financiero, alimentario o de la comunicación.
Como consecuencia de lo anterior nos encontramos con un ente
–La UE- que es un autentico laberinto, tanto en lo que se refiere a su
estructura –organismos que lo componen-, como a la ingente cantidad de normas,
directivas y procedimientos, imposibles de digerir dado el volumen alcanzado
(las normas legales del banco de datos forman una colección de 1.400.000
documentos) a lo que se añade el uso de un lenguaje enrevesado que no lo entienden
ni los expertos. Consiguiendo, no solo el desapego de la ciudadanía sino la
crítica y el rechazo hacia quienes desempeñan su trabajo en ella. Dándose la
paradoja de que un organismo con una gran proclividad para inmiscuirse en el
día a día de los europeos y con un gran poder a la hora de enmarcar las reglas
del juego en el que se desarrollan nuestras vidas nos es totalmente
desconocido. Háganse una autoevaluación y comprueben si son capaces de enumerar
los organismos más importantes ubicados en Bruselas, Estrasburgo, Luxemburgo o
Frankfurt, y para sobresaliente, el nombre de los presidentes, vicepresidentes,
comisarios y jefes de comisiones. Mi nota es un suspenso.
Podemos afirmar sin riesgo a equivocarnos que a día de hoy
no existe una opinión pública europea merecedora de ese nombre. Debido, en
parte, a los medios de comunicación que siguen anclados en un “nacionalismo”
que tendría que haber sido superado por una visión transnacional como corresponde a ese organismo que es la
Unión Europea, junto a la dejadez de funciones de los políticos nacionales a la
hora de crear una opinión pública informada. Dejadez suplida con éxito por la
propaganda de las autoridades comunitarias.
Con el eufemismo de “déficit democrático” se intenta hacer pasar por coyuntural lo que
es estructural. La carencia de democracia en los organismos que componen la UE
no es un defecto casual, sino que en el momento fundacional de la Comunidad
Europea, el consejo de Ministros y la Comisión
acordaron, que la población no tendría ni voz ni voto en sus decisiones.
Pues dudaban que la democracia que era la forma de gobierno de los países
integrantes, pudiera funcionar a nivel supranacional. En consecuencia el único
organismo que representa a los ciudadanos, el Parlamento, tiene una función
meramente protocolaria. De ahí que cualquier consulta democrática como un referéndum cause pánico entre la eurocracia.
Los noruegos, los daneses, los suecos, los holandeses, los
irlandeses y los franceses han dicho “no” cuando se les ha preguntado.
Eso sin hablar de británicos y suizos que se resisten a decir adiós a su
sistema democrático. Sin que ello suponga un obstáculo para que la UE siga
hacia delante, pues como dijo el profesor Philipp Genschel: “La forma común de
no respetar los resultados de un referéndum, no es el abierto desafío… sino la
repetición hasta que este produzca el
resultado correcto”.
La consecuencia es una participación electoral cada vez más
reducida. Cuestión que no parece afectar
a los responsables, que asisten impasibles ante la merma de su legitimidad, pues
la pasividad de los ciudadanos los pone en una situación paradisiaca, ya que cuando
las cosas van mal, los gobiernos nacionales culpan a Bruselas y, por su parte,
la Comisión alega que solo sigue las intenciones de los Estados miembros. Al final
nadie es responsabilizado por los malos resultados.
Cuando los gobernantes y grupos afines nos bombardean con el
lema: “La solución es más Europa”, deberían aclararnos su significado. ¿Se
trata de ampliar “esta Europa”?, ¿de seguir creciendo en burocracia al tiempo
que disminuye en democracia?, ¿de dar más poder a los lobby de las grandes
multinacionales al tiempo que se incapacita políticamente a los ciudadanos?,
etc.
La actual UE
supone la más audaz tentativa de dejar atrás un invento europeo como es la
democracia y sustituirlo por una burocracia
(controlada por las grandes multinacionales), que la filosofa y escritora Hannah Arendt, describía como “la
dominación no por leyes o personas sino por anónimas oficinas u ordenadores,
cuya supremacía absolutamente despersonalizada puede suponer, para la libertad
y aquel mínimo de civilidad sin el cual no cabe imaginarse la vida comunitaria,
una amenaza mayor que la arbitrariedad más indignante de las tiranías del
pasado”.
La mitología nos cuenta que Zeus raptó a la princesa
fenicia Europa. En la actualidad asistimos como meros espectadores al secuestro
de la democracia en Europa por una “Burocracia” subordinada a los intereses del
capital.