En estos
días, a raíz del tratamiento de la hepatitis C, estamos viviendo una de las
consecuencias de las políticas neoliberales que priman el beneficio económico
sobre las vidas de los ciudadanos consiguiendo que los económicamente poderosos
marquen las reglas eliminando los obstáculos a lo único que les importa y
valoran: la riqueza, o mejor, “su” riqueza, aunque ello suponga la muerte de
millones de seres humanos y el deterioro de nuestro entorno. Se trata de otro
espacio de corrupción propia del sistema.
Nos encontramos ante una situación revolucionaria, sanitariamente hablando,
en la que los nuevos tratamientos para la hepatitis C, una enfermedad mortal
hasta ahora, pueden curarla rápidamente y sin dolor por unos pocos cientos de
dólares (Investigadores de la Universidad
de Liverpool han estimado que todo un curso de tres meses de Sofosbuvir (Sovaldi)
se puede producir por menos de 140 dólares). Pero a menos que los
tratamientos sean universalmente accesibles, millones de personas que los
necesitan urgentemente se quedarán en la cuneta.
Nadie que
conozca el coste humano de la hepatitis C podría cuestionar el valor
de estos nuevos medicamentos, pero incluso en países ricos como Australia,
están siendo forzados a cuestionar su precio.
Hace varias
décadas que la industria farmacéutica dejó a un lado la parte humanitaria del
compromiso social que sustentaba su razón de ser, evitar el sufrimiento humano
mediante fármacos que curasen o aliviasen las enfermedades, y se centró en el
aspecto económico intentando maximizarlo, incluso a costa de la salud de las
personas.
No es
casualidad que las farmacéuticas sean las empresas más rentables en EEUU (modelo hacia el que desgraciadamente nos
dirigimos) encabezando las listas Fortune 500 un año tras otro, así como
que en algunas campañas electorales hayan gastado más dinero que los propios
partidos Republicano y Demócrata. Son la “joya de la corona” del sistema
capitalista. Sus directivos se encuentran entre las personas “mejor” pagadas,
“obscenamente” pagadas sería más correcto, pues alguno (John Hammergren) llega
a los 145 MILLONES de dólares anuales con una indemnización en caso de despido
de 469 millones.
De su actividad criminal y falta de escrúpulos
baste recordar que en los primeros años del 2000 la mayoría de las grandes
empresas farmacéuticas pasaron por los tribunales de EEUU, acusadas de
prácticas fraudulentas. Ocho de dichas empresas fueron condenadas a pagar más de 2,2
billones de dólares de multa.
En cuatro de estos casos las compañías farmacéuticas implicadas –TAP Pharmaceuticals,
Abbott, AstraZeneca y Bayer–han reconocido su responsabilidad por actuaciones
criminales que han puesto en peligro la salud y la vida de miles de personas.
Suele
decirse que si queremos que una mentira sea aceptada como verdad solo es
cuestión de repetirla hasta la saciedad. La industria farmacéutica lo aplica a
varios mitos consiguiendo que sean aceptados por políticos, médicos e incluso
la sociedad en general. Veamos dos relacionados con el tema que nos ocupa: el
elevado coste del tratamiento para la hepatitis C.
-
“Los medicamentos son tan caros por los altos
costes de investigación y producción”
-
“Las innovaciones médicas son
resultado de la investigación financiada por las farmacéuticas”
En realidad
el precio de los medicamentos depende de lo que la sociedad en los países ricos
está dispuesta a pagar por ellos, a veces, relacionado, con la capacidad de
tratar o evitar una enfermedad o dolencia, pero sobre todo con la
capacidad de las farmacéuticas de mantener a raya a la competencia mediante el
uso de las patentes. Los gastos en innovación suelen ser inferiores a los
utilizados en el marketing de la promoción de medicamentos y no suelen
sobrepasar el 5% de los beneficios. Toda la ciencia básica que ha permitido
avanzar en la medicina moderna se ha desarrollado gracias a organizaciones sin ánimo
de lucro, universidades, centros de investigación y laboratorios públicos;
existiendo diversos informes que indican que entre el 70 y 80 % de los fármacos
más importantes de las últimas décadas se desarrollaron gracias al conocimiento
y las técnicas de laboratorios públicos, aprovechándose después las
farmacéuticas de ello. Veamos algunos ejemplos, la zidovudina, primer fármaco
contra el SIDA que salió al mercado y que fue sintetizada en la Fundación
contra el Cáncer de Michigan en 1964 sin que en ese momento se le conociese
ninguna utilidad (los primeros casos de SIDA se diagnosticaron en 1981), a
Burroughs Wellcome laboratorio que lo desarrollo y comercializó le costó poco
dinero, sin embargo en 1987 el precio del tratamiento anual para cada enfermo
era de 10.000 dólares; otro caso similar es el del ritonavir, fármaco contra el
SIDA creado con los millones de dólares de los contribuyentes y que el
laboratorio Abbott al comercializarlo elevó su precio en un 400%; el caso del
Taxol, un fármaco eficaz contra varios tipos de cáncer (ovario, mama, pulmón,
etc) que se obtenía del tejo del Pacífico y que fue sintetizado por los
científicos de los Institutos Nacionales de Salud estadounidenses, se entregó
para su comercialización a Bristol-Myers Squibb, quien a pesar del bajo coste
de producción en 1993 se embolsaba entre 10.000 y 20.000 dólares anuales por
cada enfermo en tratamiento y cuando terminó el derecho de patente demandó a
todos los que tenían intención de fabricar genéricos, retrasando con artimañas
jurídicas la producción de fármacos más baratos y embolsándose miles de
millones de dólares. Precisamente el
fármaco Sovaldi es otro ejemplo de lo que acabamos de decir. La empresa
Gilead, comercializadora del medicamento no ha investigado nada, se ha limitado
a comprarle la patente por unos 11.200 millones de dólares al pequeño
laboratorio californiano PHATMASET que lo ha
desarrollado, por cierto, basándose en la investigación realizada con fondos
públicos por un centro británico. Si tenemos en cuenta que, según la propia
industria, desarrollar un fármaco supone una inversión de 800 millones de
dólares, cifra que se reduce cuando los analistas son independientes a menos de
100 millones, vemos que se trata de una operación especulativa en la que quien
ha realizado la “innovación” ha obtenido sus beneficios, en cualquier caso
superiores a los 10.000 millones y Gilead en una maniobra puramente comercial
en la que, según publicaciones, ya ha recuperado lo invertido, pretende obtener
unos ingresos desorbitados mediante la aplicación de precios elevados (84.000
dólares por tratamiento en EEUU, 25.000 euros en España) que nada tienen que
ver con el coste del producto y si con la exclusividad que la explotación del
mercado le otorga la protección de patentes, impidiendo que el tratamiento
pueda ser aplicado a todos los enfermos que lo necesitan, calculándose en 150
millones el número de afectados a nivel mundial. Hagan los cálculos a cualquier
precio de los barajados y comprobarán el ¨billonario” disparate en beneficios que pretenden obtener los
especuladores de Gilead.
De nuevo el afán de lucro se antepone a las vidas de las personas como
ocurrió con los afectados por el VIH/Sida y los antirretrovirales, de los que
no debemos olvidar que solo una cuarta parte de los mismos reciben tratamiento
en la actualidad.
Ante la situación planteada en relación al tratamiento de la Hepatitis C
tenemos que hacer una doble exigencia
a nuestros gobernantes nacionales y/o comunitarios, por un lado que se aplique
el tratamiento a todos los afectados que puedan beneficiarse del mismo de
manera inmediata y por otro que se fabriquen o importen genéricos para evitar
que las desorbitadas cantidades de dinero que quiere cobrar el laboratorio
Gilead por el tratamiento original sean detraídas de otras necesidades básicas.
Y para ello disponemos de suficientes mecanismos legales tanto a nivel
internacional como nacional que no solo lo permiten sino que podríamos decir
que los gobiernos que no los utilizan están despilfarrando dinero público y
prevaricando en beneficio de un laboratorio especulador, pues el derecho
de toda persona a disfrutar del nivel más elevado de salud física y mental se
encuentra reconocido en el artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos
Humanos y en el artículo 12 del Pacto Internacional de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales (PIDESC). Además la Constitución Española de 1978, en su artículo 43, reconoce el
derecho a la protección de la salud, encomendando a los poderes públicos su cumplimiento.
Desde la Ronda de Uruguay, a
principios de los 90, en la que se creó la Organización Mundial del Comercio (OMC) y se
aprobaron las normas internacionales que protegen la propiedad intelectual
(acuerdos ADPIC - Aspectos relacionados con la Defensa de la Propiedad Intelectual
y el Comercio-), se produjo una interpretación sesgada por parte de las
empresas hacia una excesiva protección de la propiedad intelectual que ha
llevado en ocasiones a un conflicto con derechos fundamentales como la
protección de la salud, especialmente el derecho de patentes sobre los fármacos.
Esta situación confusa se aclaró en la Ronda
de Doha del 2001, donde la Organización Mundial del Comercio (OMC)
reconoció que los países tienen derecho a proteger la salud de sus ciudadanos
saltándose la regulación internacional de las patentes y ratificó la legalidad
de las licencias obligatorias -es decir, la posibilidad de que los
gobiernos encarguen a laboratorios de genéricos que fabriquen los medicamentos
necesarios- o bien que los importen de países que no hayan
autorizado las patentes, para dar respuesta a un determinado problema de salud,
a un costo, por tanto, mucho más barato.
En consecuencia disponemos de argumentos
jurídicos nacionales e internacionales para que nuestros gobernantes, tanto a
nivel europeo como nacional, puedan acceder a estos medicamentos a un precio
razonable facilitando el tratamiento a los afectados sin poner en riesgo
ninguna otra partida presupuestaria del sistema de salud y para ello lo único
que tienen que hacer es cumplir el artículo 43 de nuestra constitución y tomar
medidas “duras y valientes” como le gusta al presidente Rajoy, solo que en este
caso la “dureza” recaería sobre las potentes empresas farmacéuticas, en vez de
los “indefensos ciudadanos” y serian valientes de verdad al tener que
enfrentarse a los poderosos y no a los más débiles como ha hecho hasta ahora
con sus políticas de recortes, algo para lo que me temo no están cualificados
ni él ni su gobierno.
Un presidente ejemplar en este aspecto, y en tantos otros,
fue Nelson Mandela, contra el que entablaron un pleito en 1998 treinta y nueve
empresas farmacéuticas por aplicar las
leyes que permiten el uso de licencias obligatorias en relación con los
antirretrovirales para el tratamiento del SIDA en Sudáfrica, actuando con “dureza
y valentía” en la protección de la salud de su pueblo enfrentándose a las
farmacéuticas (y a las presiones del imperio estadounidense) a las que derrotó
en los tribunales. Otros países lo han hecho para tratamientos contra el SIDA y
el cáncer y algunos empiezan a hacerlo con respecto al fármaco sofosbuvir
(Egipto, India), luego “se puede” y la falta de
solución al acceso a un precio asequible, en este momento, no se debe a
problemas legales sino a estrategias de chantaje, amenaza y a la propia corrupción
política que padecemos.