No, no me refiero a las píldoras tóxicas que nos suministran
diariamente los medios “informativos” de nuestro país con TVE a la cabeza. Se
trata del aire que respiramos, el agua que bebemos y los alimentos que comemos.
A menudo escuchamos la frase: “Somos lo que comemos”.
Incluso el filósofo y profesor de ética Peter Singer, autor del best seller
“Liberación animal”, ha utilizado este título para uno de sus últimos libros. Evidentemente
no se pretende que se tome tal frase de
forma literal, sino resaltar la importancia de la alimentación en lo que somos,
tanto en lo referente al desarrollo orgánico como a la salud.
Son muchos los hechos que nos señalan que en este asunto,
como en tantos otros, vamos por mal
camino.
Hemos sido testigos, y continuamos siéndolo, de la estafa
económica sobre los pueblos europeos por parte de los individuos que ostentan los poderes económicos, ayudados
por aquellos políticos a los que “prestan” dinero para sus campañas u otros menesteres, y que desgraciadamente
demasiados ciudadanos, a pesar de todo, siguen votando. Estafa a la que
eufemísticamente se le ha denominado “Crisis” y que ha sumido en la miseria a
millones de personas y beneficiado a ladrones y sinvergüenzas sin escrúpulos
que vemos desfilar todos los días por los noticiarios y/o tribunales de
justicia.
Lamentablemente no es la única crisis que nos urge dar
respuesta desde la ciudadanía. Además estamos ante una “Crisis Ecológica
Global” que afecta a cuatro dominios fundamentales para el futuro de la
humanidad: la biodiversidad, la energía, el clima y la salud.
En lo relativo a la salud, si nos fijamos en las
enfermedades que más preocupan en estos momentos: cáncer, enfermedades
neurodegenerativas, diabetes, trastornos inmunitarios, asma, alergias,
esterilidad, etc. su incidencia, es decir nuevos casos, va en aumento. En
nuestro país el Cáncer de Mama, como representativo de este mal en la mujer,
aumenta en algo más del 2% anual; a los hombres no les va mejor si nos fijamos
en el Cáncer de Próstata.
Si añadimos a lo anterior lo publicado en dos estudios en
2011 en los que, en uno se demostraba que “la esperanza media de vida de los
estadounidenses ha disminuido por primera vez en su historia” y en el otro se
constataba que “en treinta años se ha duplicado la cantidad de personas que
padecen obesidad en el mundo”, podemos decir que estamos más gordos, más
enfermos y vamos camino de vivir menos. Paradójicamente en tiempos en que
ciencia, tecnología y riqueza a nivel mundial han alcanzado las mayores cotas
de nuestra existencia.
Son muchas las evidencias que nos muestran la importancia
que tiene la alimentación en lo que nos está ocurriendo. Si partimos de la base
de que lo que somos es el resultado de la interacción de los genes con el ambiente
y dado que el cambio en los genes suele ser muy lento, parece obvio que las anomalías que están apareciendo
tienen su origen, en gran medida, en la exposición ambiental. Por ello se ha
señalado como elemento esencial para mejorar la situación basarse en lo que se
ha denominado: “expologia”, es decir tener en cuenta todas las exposiciones
químicas a las que está sometido el ser humano en su entorno, desde su
desarrollo embrionario, cuando los riesgos son mayores, a la edad adulta.
En el mundo de la investigación alimentaria existen dos
tendencias que a pesar de ser complementarias y constituir las dos caras de una
misma moneda, desgraciadamente como en tantas otras cuestiones, se suelen
ignorar entre sí.
Por un lado tenemos aquellos científicos interesados de
manera casi exclusiva en el “estilo de vida” y que, en los aspectos
relacionados con la alimentación, ponen el foco del debate en la “dieta
mediterránea” versus “comida basura”. En otras palabras, sobre la clase de
alimentos que ingerimos: verduras, frutas, hidratos de carbono, grasas,
proteínas, etc. Con esta cara de la moneda estamos más familiarizados por ser
la que se utiliza en la práctica médica y porque suele ocupar los medios
informativos mediante charlas y consejos al respecto. En ellos se nos informa
de las propiedades saludables de la “dieta mediterránea” frente a las nefastas
consecuencias para la salud de la popular y extendida “comida basura”. Aunque
diésemos por buenas las recomendaciones de los organismos oficiales, que algunas
no lo son, respecto al tipo de alimentos que debemos consumir, es evidente que
resulta incompleta si queremos alimentarnos de manera saludable. Nos falta la
otra cara.
Para mostrarlo nada más útil que un ejemplo: En 2010 se
publicó un estudio realizado en Francia en el que se analizó la alimentación
cotidiana de un niño de 10 años que seguía las recomendaciones oficiales al respecto. El balance fue abrumador:
“Ciento veintiocho residuos, ochenta y una sustancias químicas, cuarenta y dos
de las cuales están clasificadas como cancerígenas
posibles o probables, y cinco sustancias que están clasificadas como cancerígenas
seguras. Así como treinta y siete sustancias susceptibles de actuar
como “perturbadores endocrinos”…
Para el desayuno, solo la mantequilla y el té con leche contenían más de
una decena de residuos cancerígenos posibles y tres que lo son seguros, así
como una veintena de perturbadores
endocrinos… Lo mas “rico” resultó ser la rodaja de salmón para la cena con
treinta y cuatro residuos detectados”. Esta otra cara de la alimentación es de
la que se ocupan los investigadores que ponen la mirada en los orígenes medioambientales
de las enfermedades crónicas y los diversos tipos de cáncer. Aquí el foco se
pone en la calidad de los alimentos en lo referente a la manera en que se
producen y distribuyen, como elementos propiciadores de la alta contaminación
por productos químicos en los mismos.
En 1991 un grupo de investigadores de diferentes disciplinas
con Theo Colburn a la cabeza, añadieron un motivo más de preocupación sobre los
riesgos de enfermar por los contaminantes ambientales, pues a las enfermedades que habitualmente se estudiaban (cáncer,
diabetes, neurodegenerativas, etc.) fueron capaces, al unir las diferentes
piezas que cada uno aportaba desde su especialidad, de construir el puzle que
les permitió vislumbrar el mecanismo por el que muchos de los productos químicos
que estábamos usando producían graves malformaciones en el aparato reproductor
y en la conducta de apareamiento de múltiples especies de la fauna silvestre.
Estas sustancias actuando como “impostores hormonales” consiguen gracias a la
sinergia que se produce entre ella que dosis casi homeopáticas de una parte por
billón produzcan graves daños en el desarrollo de los embriones. A estas
sustancias el grupo las denominó “Disruptores endocrinos” y dio la alarma sobre
las repercusiones en los seres humanos dada la ubicuidad de las mismas por la
insensata utilización de productos químicos, como los plaguicidas que han
contaminado las aguas, el aire y los alimentos, junto a otras que forman parte
de la mayoría de los utensilios de uso cotidiano en las sociedades
desarrolladas como plásticos,
electrodomésticos, aparatos electrónicos, cosméticos, etc.
A pesar de los datos que indican el riesgo en la población
humana de estas sustancias, especialmente en mujeres gestantes por los graves
efectos en los embriones en desarrollo (retraso cognitivo, trastornos
inmunitarios, de memoria y atención, etc.), la poderosa industria química se
las sigue ingeniando para que las diferentes agencias reguladoras gubernamentales
en vez de actuar con la rapidez de la liebre ( para beneficio de la población)
lo hagan con la lentitud de la tortuga ( en beneficio de la industria química)
y, lo que es peor, como la EFSA (Agencia de Seguridad Alimentaria de la UE) que
en 2015 declaró que “el Bisfenol-A no supone riesgo para la salud a las dosis
de exposición habituales”. Negando la evidencia de multitud de estudios
científicos independientes y dando muestra de una ignorancia escandalosa al utilizar métodos de evaluación desfasados
y no apropiados (al no tener en cuenta el efecto sinérgico del coctel químico
al que estamos expuestos ni los diferentes periodos críticos del desarrollo,
entre otros). Pero, eso sí, en sintonía con lo que defienden las empresas
químicas.
En general seguimos sin aplicar el Principio de Precaución,
que obligaría a demostrar la seguridad para la salud de las sustancias químicas
antes de permitir su uso, con lo que se trasladaría la “carga de la prueba” a
las empresas comercializadoras. Justo lo contrario de lo que ocurre en la
actualidad que se permite su uso, basándose en los datos que la propia empresa
proporciona. Requiriéndose pruebas
concluyentes de la nocividad del producto para su prohibición.
Por ello, dada la incompetencia y la falta de garantías de
las agencias gubernamentales en proteger a sus ciudadanos se hace necesario un activismo
social que muestre a esa ciudadanía “instalada” en la apatía y el
consumismo ciego los riesgos a los que estamos sometidos. Exigiendo que se
democraticen las instituciones responsables y se pongan en marcha medidas
correctoras por parte de los gobiernos… Y mientras tanto pongamos nuestro
granito en la consecución de un mundo más saludable comprando en el comercio
del barrio productos de temporada y ecológicos. Contratar con eléctricas sostenibles tipo SOM y si alguien tiene algún dinero usar banca ética (Triodos, Fiare, etc.).Con ello disminuiremos nuestra
dosis de venenos diarios y el riesgo para nuestros hijos y nietos.