El
neurocientífico Michael S. Gazzaniga
en su libro El cerebro social dice: “…Las creencias tienen una importancia
fundamental para la persona y, como tales, pueden llevar a superar a las
fuerzas que actúan sobre la misma producidas por las recompensas y los castigos
a que se ve sometido su comportamiento. En mi
opinión la presencia de creencias en nuestra especie se debe al modo como está
organizado el cerebro humano. Con la aparición de sistemas como los del
hemisferio izquierdo, que permiten hacer
inferencias, capacidad que libera a los humanos del interminable
aburrimiento de tener que avanzar por ensayo y error, el sistema se vio comprometido de forma ineludible a la construcción de
creencias humanas. Un sistema cerebral que pueda hacer inferencias sobre
los acontecimientos del mundo real también las hará, por definición, sobre sus
propios comportamientos y sentimientos.
Una vez que las creencias entran en escena, el
organismo deja de vivir únicamente en el presente. El sistema de respuestas
condicionadas que había gobernado desde siempre a las criaturas biológicas pasa
ahora a formar parte de un sistema cerebral capaz de controlar su poder.”
Como dijo el
biólogo evolucionista y creador de la “Sociobiología” E.O. Wilson:
“La
predisposición para la creencia religiosa es la fuerza más compleja y poderosa
en la mente humana y con toda probabilidad una parte imborrable de la
naturaleza humana”.
La espiritualidad constituye el sustrato cerebral de la religiosidad pero no necesariamente aboca a ella. Un error frecuente, causa de muchos malentendidos, consiste en confundir la “experiencia espiritual” con la “experiencia religiosa”.
La religiosidad está basada en la espiritualidad (que es anterior y tiene un sustrato cerebral) y no se concibe sin ella.
La espiritualidad puede darse sin religión, como es el caso de personas que pertenecen a
corrientes filosóficas o morales que al carecer de dioses no pueden llamarse
religiosas (agnósticos, ateos, budistas, taoístas, jainistas, confucionistas,
etc.).
La
espiritualidad surge del desarrollo de una circuitería cerebral,
resultado del proceso evolutivo, que posibilita la experiencia personal de los estados
alterados de conciencia y las
experiencias místicas de los chamanes y sujetos susceptibles.
Estas
vivencias dieron origen a las teorías vitalistas y/o animistas que son la
fuente de toda religión, que comienza siendo individual para con posterioridad
trasladarse a la sociedad.
La
experiencia espiritual/religiosa personal fue, en sus inicios, anterior a la
religión institucionalizada. Esta situación cambió, como nos dice Martin W.
Ball en su libro “La evolución
enteógena”, cuando “Con el surgir de
la Iglesia Católica romana y otras sectas de la cristiandad ortodoxa, la
importancia de la experiencia espiritual inmediata fue sometida a la casta
sacerdotal de autoridades masculinas que reivindicaban la conexión exclusiva
con lo divino, desautorizando las practicas que permitirían a sus seguidores
experimentar directamente lo divino de manera inmediata”.
En la
actualidad sabemos, gracias a la neurociencia, que la única realidad que
conocemos y experimentamos es la “realidad
cerebral”. De manera que tanto si
nos referimos a aquellos aspectos de “la realidad ordinaria y cotidiana”
como a la que podríamos denominar “segunda realidad” o “realidad espiritual o
trascendente”, es en la
actividad de ciertos circuitos cerebrales que denominamos “cerebro espiritual” donde se generan las experiencias místicas o
espirituales. Estas experiencias, se pueden producir de manera espontánea,
mediante el uso de técnicas como la meditación o ingiriendo sustancias
alucinógenas o enteógenas (etimológicamente “dios
generado dentro de nosotros”).
Desde una
perspectiva neurocientífica, diríamos que los fenómenos sobrenaturales surgen
de la interpretación errónea que nos aporta el “interprete cerebral” de
una realidad, que suponemos externa al proyectar hacia fuera algo que se
genera, como la mayor parte de la realidad que conocemos, en nuestro cerebro.
No existe
ninguna prueba que nos lleve a pensar en la existencia, fuera de nosotros, de
un mundo espiritual en contraposición al mundo material. Por ello, la palabra “espiritualidad”,
aunque lastrada por las connotaciones del pensamiento dualista que la asocia a
seres inmateriales o espíritus (aliento
de vida), se hace en el sentido de tener experiencias que nos
conmueven en lo más profundo y que se diferencian de las cotidianas.
Al no
disponer de una palabra alternativa libre de las connotaciones religiosas, hay
que redefinirla. Francisco J. Rubia,
catedrático de medicina, escritor e investigador, en su libro “El cerebro
espiritual”, dice que la “espiritualidad”
podría definirse como: “El sentimiento o impresión subjetiva de
alegría extraordinaria, de atemporalidad y de acceder a una segunda realidad
que es experimentada más vívida e intensamente que la realidad cotidiana y que está
producida por una hiperactividad de estructuras del cerebro emocional”.
Esta
conceptualización del término “espiritual”, además de mayor rigor científico,
resulta más integradora, ya que incluye lo que entendemos por las experiencias
místicas de personas religiosas, pero también otras que no lo son. El hecho de que estas experiencias sean
resultado de la actividad cerebral señala, que la llamada espiritualidad no es algo distinto de, o contrario, a la materia de
la que el cerebro está compuesto.
Las creencias
espirituales aparecen en todas las poblaciones estudiadas, no así las creencias
religiosas, de manera que son consideradas componentes de la naturaleza humana,
y es sobre esta base biológica donde asientan las diferentes religiones.
La antropóloga Bárbara King ha publicado que, en estudios con gemelos, se ha demostrado de manera significativa que la espiritualidad, pero no la religión, es heredable.
De manera que sobre la espiritualidad, que es una experiencia subjetiva e individual, se eleva un edificio de normas, dogmas, rituales, etc., que conforman las diversas religiones.
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