El 5 de diciembre de 2013, hace ahora tres años, más de cien
grandes ciudades chinas se cubrieron de una pesada cortina de contaminación. La
visibilidad se redujo a pocos metros, provocando importantes alteraciones del
tráfico y obligando al cierre de los colegios y edificios públicos. La
concentración de partículas superaron el nivel máximo de seguridad recomendado por la
Organización Mundial de la Salud (25 microgramos/m3) en más de 24 veces en
Shanghái y más de 40 en Beijing. A esta situación se le ha denominado “airpocalypse” para subrayar el coste catastrófico, incluso
en vidas humanas de aquella emergencia. En un estudio publicado en la revista
médica The Lancet el número de muertes a causa de la contaminación en el
continente asiático –añadiendo a los de China, los producidos en India y la península
de Indochina- superan los dos millones anuales. Estados Unidos que
históricamente ha tenido el dudoso honor de liderar el ranking de países
contaminantes, ha sido superado por China que ha pasado de 21 millones de
toneladas en 1950 – cuando los EEUU andaban por cerca de 700 millones- a
superar los 2000 millones en la actualidad. India, con unas magnitudes menores,
sigue una trayectoria similar.
También en diciembre -el 10 de 1948- hace ahora 68 años, se
adoptó y proclamó por la Asamblea General de las Naciones Unidas la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, con la loable intención de crear las
condiciones que evitaran guerras tan terribles como las producidas en las
últimas décadas. Parece lógico que se enfocaran en la defensa y cuidado de las
personas, subrayando la importancia de la dignidad intrínseca de éstas como
base para la libertad, la justicia y la paz, que habían sido aplastadas por los
regímenes nazis y fascistas de Alemania e Italia respectivamente. A pesar de
haber sido asumidos teóricamente por las naciones integrantes de la ONU, siendo
incluidos en numerosas bases
legislativas de los diferentes estados nacionales… se incumplen de forma sistemática, peligrosa
y progresivamente con mayor frecuencia e impunidad. De manera que, antes de
haber sido capaces de solucionar los aspectos de convivencia entre los seres
humanos, nos hemos encontrado con un problema añadido de una gravedad extrema,
el calentamiento global del planeta, como consecuencia de la exagerada
contaminación medioambiental que estamos produciendo y que nos lleva al
desastre y al exterminio de la vida en la Tierra tal como la conocemos en la
actualidad.
Si conseguir un mundo en el que se respeten los Derechos
Humanos es una meta deseable y tenemos que seguir trabajando en ello. Resulta
dramático comprobar que si continuamos por la senda del crecimiento sostenido
como fórmula para que las naciones
prosperen, según proclaman con alegría los gobernantes actuales, además de ser
falso, nos lleva a la destrucción de nuestro hábitat. De ahí la necesidad de
incluir la protección medioambiental. Por ello en el año 2000 se lanzó la
llamada “Carta de la Tierra”, proclamación internacional en la que se afirma
que la protección medioambiental, los derechos humanos, el desarrollo
igualitario y la paz son interdependientes e indivisibles.
Quienes defienden el crecimiento del Producto Interior Bruto
como indicador de la “buena” evolución económica del país –caso de España y
resto de la Unión Europea- siguiendo el cínico lema “Crece ahora, y después
preocúpate de los pobres”, se apoyan en la creencia dogmática de que la
creación de riqueza beneficia a “todos” y que los efectos colaterales, como la
contaminación y la desigualdad, son transitorios gracias a la mejora
tecnológica y al “goteo de arriba hacia abajo” de la riqueza. Para fundamentar
estas creencias se apoyan en la curva que Simón Kuznets – Premio Nobel de
economía en 1971- , utilizó para reflejar los resultados del estudio del ciclo
económico a largo plazo que caracterizó a los países de primera industrialización en relación con la desigualdad
económica, sin pretender que tuviera un valor predictivo y mucho menos prescriptivo,
pues solo era un estudio descriptivo. A pesar de ello la llamada “Curva de
Kuznets” es utilizada por la ideología neoliberal para explicar las bondades
del crecimiento del PIB, ya que aunque en una primera fase, nos dicen, cause
desigualdad en lo económico y contaminación en lo ambiental, conforme el
crecimiento progresa llegará a un punto de inflexión a partir del cual ambos
fenómenos-desigualdad y contaminación- irán descendiendo como corresponde a la
imagen de una curva de campana en forma de U invertida, en la que en el eje
horizontal se refleje el PIB y en el vertical el índice de desigualdad (GINI) o
la contaminación ambiental, según el problema que estemos analizando. Lamentablemente,
al igual que en otras afirmaciones de la ideología neoliberal, solo son
creencias dogmáticas sin base empírica en la que apoyarse, pues los hechos nos
cuentan una historia opuesta.
El Articulo 25 de la DDHH dice que: “Toda persona tiene
derecho a un nivel de vida adecuado…”. Sin embargo aunque la riqueza a nivel
mundial ha aumentado exponencialmente, ello no ha supuesto una distribución
equitativa de la misma, como predice la “teoría del goteo hacia abajo”. La
brecha entre ricos y pobres se ha hecho mayor en los últimos treinta años, precisamente
cuando se han aplicado las políticas neoliberales, como muestra el informe de
Oxfam presentado en enero de 2014 en la cumbre de Davos, según el cual las 85
personas más ricas del mundo poseen una riqueza superior a más de la mitad-3.500
millones- de la población mundial más pobre. Incluso en los países
tradicionalmente más igualitarios, como Suecia y Noruega, la porción de riqueza
ha pasado a los más ricos en una porción superior al 50%. No solo no hay “goteo
hacia abajo” sino que se está produciendo una “aspiración hacia arriba” de la
riqueza.
En cuanto al impacto medioambiental, tenemos a China e India
como ejemplo de países emergentes más destacados en los aspectos económico y
demográfico, en los que el punto de inflexión, al igual que el punto G, solo
aparece en la imaginación de los gobernantes, siendo desmentido una y otra vez
por los hechos. A pesar de ello los organismos internacionales lo han
convertido en un dogma que les sirve de coartada para justificar el traslado
sistemático, masivo y destructivo de los procesos de producción más tóxicos
desde las tradicionales economías desarrolladas a las periféricas que aún no
están “saturadas”.
En conclusión podemos afirmar que la aplicación de las
políticas neoliberales nos lleva a un retroceso de los Derechos Humanos Universales
aumentando la desigualdad entre ricos y pobres, al tiempo que provoca un
aumento del deterioro medioambiental, situaciones que los seres humanos no
podemos permitirnos si no queremos abocar a la autodestrucción.
Córdoba 10 de diciembre de 2016
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