sábado, 27 de febrero de 2021

I. Falacias y corruptelas de la Industria Farmacéutica. (Trilogía: El negocio de las Vacunas del COVID-19)

 El objetivo de este escrito no es valorar las vacunas en sí, sino hacer una crítica del proceso mercantil de las mismas y mostrar el perfil de las empresas implicadas en su producción y la “sospechosa” connivencia de los gobernantes de algunos países, entre los que se incluyen el nuestro y el resto de la Unión Europea.

Al abordar el negocio de las vacunas, vemos que la historia se repite una vez más. Las denuncias que se hicieron por la falta de accesibilidad y el abuso de la industria farmacéutica en el precio del tratamiento del VIH/Sida y la hepatitis C, y la inoperancia o servilismo por parte de los gobernantes, vuelven a ser actuales en lo que está ocurriendo con las vacunas del Covid-19.

Hace décadas que la industria farmacéutica dejó a un lado la parte humanitaria del compromiso social que sustentaba su razón de ser, evitar el sufrimiento humano mediante fármacos que curasen o aliviasen las enfermedades, y se centró en el aspecto económico intentando maximizarlo, incluso a costa de la salud, y a veces de la vida, de las personas.

Peter C. Gøtzsche, Profesor de medicina y farmacología clínica de la Universidad de Copenhague. Director y profesor del Nordic Cochrane Center, en su libro “Medicamentos que matan y crimen organizado”, dice: La industria farmacéutica está corrompida hasta la médula, “extorsiona” a médicos y políticos, y mantiene enormes beneficios a fuerza de medicar innecesariamente a la población.”

Richard J. Roberts, Premio Nobel de Medicina, dijo en una entrevista sobre  la política estadounidense: “Los poderes políticos no intervienen porque en nuestro sistema, los políticos son meros EMPLEADOS de los grandes capitales, que invierten lo necesario para que salgan elegidos sus chicos, y si no salen,….COMPRAN a los que son elegidos”.

No es casualidad que las farmacéuticas sean las empresas más rentables en EEUU encabezando las listas Fortune 500 un año tras otro, así como que en algunas campañas electorales estadounidenses hayan gastado más dinero que los propios partidos Republicano y Demócrata. Son la “joya de la corona” del sistema capitalista.

Las grandes compañías farmacéuticas gastan cientos de millones de dólares al año en “presionar” a profesionales de la medicina con la intención de que prescriban y promocionen sus medicamentos. Estas costosísimas operaciones de marketing, son maquilladas bajo la apariencia de actividades científicas, formativas o investigadoras. Según Open Payments (Programa USA de divulgación que promueve un sistema de atención médica más transparente y responsable) en 2017 se pagaron solo en EEUU 8.310 millones de dólares, tanto a médicos como a Hospitales y otras entidades. En 2016, más de 30 directivos y delegados comerciales de Pfizer en España, fueron despedidos por “malas prácticas”, entre ellas, hacer regalos caros a los médicos con el objetivo de que estos recetaran sus medicamentos.

En 2007, Marcia Angell, ex editora del New England Journal of Medicine, una de las revistas de mayor prestigio en medicina, y profesora en la Harvard Medical School, denunció en una entrevista, que “los científicos de AstraZeneca falsificaron su investigación sobre la eficacia del medicamento Esomeprazol”, para promocionarlo como superior al omeprazol cuando en lo único que lo superaba ampliamente era en el precio, al haber caducado la patente y disponer de genéricos muchísimo más baratos.

Para hacernos una idea de la actividad criminal y falta de escrúpulos de las grandes empresas farmacéuticas, baste recordar que en los primeros años del 2000 la mayoría de ellas pasaron por los tribunales de EEUU, acusadas de prácticas fraudulentas. Ocho de dichas empresas fueron condenadas a pagar más de 2.200 millones de dólares de multa. En cuatro de estos casos las compañías farmacéuticas implicadas –TAP Pharmaceuticals, Abbott, AstraZeneca (fabricante de una de las vacunas autorizadas) y Bayer (asociada con la empresa alemana para la vacuna pendiente de autorizar) –reconocieron su responsabilidad en actuaciones criminales que pusieron en peligro la salud y la vida de miles de personas.

Las afirmaciones anteriores y los hechos descritos, muestran el perfil de dos de los principales protagonistas, industria farmacéutica y ciertos políticos, del drama que se está representando a nivel mundial con el desarrollo, producción y distribución de las vacunas y el uso de las patentes. El otro protagonista lo constituye la población, desempeñando su papel de receptor y pagador.

Con esta carta de presentación, no sorprenderá que frente al principio de inocencia: “todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario”, en lo que respecta a las empresas farmacéuticas, lo prudente seria aplicar el principio de precaución y considerarlas “culpables hasta que demuestren su inocencia”. Sin embargo, no es esta la actitud que los gobiernos, y en concreto la Comisión Europea, están teniendo con las farmacéuticas productoras de las vacunas, a las que están dando todas las facilidades para su negocio en detrimento de garantías a la población. Podemos decir que están actuando en la línea de lo denunciado, al principio del escrito, por el Nobel de medicina.

Ante la carencia de terapias eficaces en la pandemia provocada por el Covid-19, disponer de vacunas ha supuesto un gran avance y un aliento de esperanza. Sin embargo, ello no nos debe cegar y obviar la necesidad de ser críticos y vigilantes, en un proceso dominado por la falta de transparencia y, teniendo en cuenta la “reputación” de los implicados, recordemos que dos de las farmacéuticas suministradoras (Pfizer y AstraZeneca) han sido condenadas por prácticas criminales. Máxime cuando, dada la desesperación del momento, las agencias reguladoras han autorizado su uso por mecanismos de urgencia, lo que ha permitido hacer en unos meses lo que suele tardar diez años de media. Evidentemente, ello ha sido posible al aplicar una cierta laxitud a los requisitos exigidos habitualmente, por lo que no sorprende que existan dudas razonables sobre su seguridad y eficacia. 

Sabemos que, si las vacunas no son económicamente  accesibles, millones de personas se quedarán en la cuneta. Situación que, además de insolidaria, entorpecería la lucha contra la pandemia y podría empeorar el problema, pues el virus dispondría de un reservorio en el que medrar y replicarse, facilitándose las mutaciones y la aparición de nuevas variantes que podrían ser más contagiosas, más agresivas y más resistentes.

A pesar de ello, la actitud imperante en el denominado mundo desarrollado, es la de un egoísta “sálvese quien pueda”, es decir, quien pueda pagar a las farmacéuticas lo que ellas impongan.

El director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, ha alertado del "fracaso moral catastrófico" al que se asoma el mundo en la distribución de vacunas, con la mayoría de los países ricos acaparando gran parte de los suministros que se producirán en 2021.

Las propuestas sobre cómo se pueden hacer las cosas de otra manera, de forma más eficiente, más justa y solidaria, brillan por su ausencia. Nuestros representantes públicos han eliminado de su agenda la posible producción de vacunas y medicamentos COVID accesibles, asequibles y transparentes. Nadie cuestiona ninguna de las normas regulatorias o comerciales existentes en la normalidad pre-pandemia, y el debate sobre la necesidad de revisar los derechos de las patentes, a pesar de las iniciativas planteadas al respecto, ni está ni se le espera.

Charles Gore director ejecutivo de Medicines Patent Pool (MPP), plataforma de intercambio de patentes que cuenta con el respaldo de Naciones Unidas, ha dicho que la falta de compromiso simboliza el fracaso generalizado de la lucha global contra la pandemia. "Desgraciadamente, ha habido muy poco de 'hagamos esto todos juntos como un mundo' y demasiado 'yo primero".

En las últimas semanas han salido a la luz los problemas de producción y suministro con dos de las compañías que tienen autorizada la vacuna o están a las puertas de obtenerla. Raquel González, perteneciente a Médicos sin Fronteras, ha dicho: “Estamos asistiendo a un escenario con enormes tensiones y a unas negociaciones opacas propias de un ‘mercado persa’ en el que los países que más pagan son los que más población tienen vacunada y las corporaciones farmacéuticas abusan y operan con impunidad mediante acuerdos de compra bilaterales secretos”.

En este escenario, nos encontramos por parte de los responsables políticos de la Comisión Europea y en los debates del Congreso de Diputados, ante un silencio sepulcral sobre las condiciones de producción, compra y distribución de las vacunas. En nuestro país, la discusión mediática se ha centrado en la criminalización de los casos marginales de responsables públicos que se han vacunado sin que les correspondiera. Medios y gobernantes solo parecen estar interesados en propagar las “bondades” de las vacunas, la cantidad adquirida y población vacunada. Podríamos decir, que el fin ha sido suplantado por los medios.

El debate que deberíamos tener, y que está siendo secuestrado por medios y gobernantes, es el de la necesidad de primar la salud sobre el negocio. Algo que, en una situación de pandemia como la actual, obliga a cuestionar y suprimir el derecho de patentes de las farmacéuticas sobre vacunas y otros productos necesarios en la lucha contra el COVID-19.

Una máxima de la propaganda, muy utilizada en estos tiempos en los que se ha impuesto la mentira como práctica habitual, es que “si queremos que una mentira sea aceptada como verdad solo es cuestión de repetirla hasta la saciedad”.

La industria farmacéutica la aplica a varios mitos, consiguiendo que sean aceptados por políticos, profesionales de la salud y la sociedad en general.

Dos de los mitos más populares en relación con las patentes son:

1.-  “Los medicamentos son tan caros por los altos costes de investigación y producción”.

2.- “Las innovaciones médicas son resultado de la investigación financiada por las farmacéuticas”                    

En cuanto al primero, la realidad es que el precio de los medicamentos depende de lo que la sociedad en los países ricos está dispuesta a pagar por ellos. Precio que, a veces, está relacionado con la capacidad de tratar o evitar una enfermedad o dolencia, pero sobre todo con la capacidad de las farmacéuticas de mantener a raya a la competencia mediante el uso de las patentes. 

Respecto a los gastos en innovación, se sabe que suelen ser inferiores a los que utilizan en el marketing para la promoción de medicamentos y no suelen sobrepasar el 5% de los beneficios, incluida la “presión” a profesionales y “extorsión” a políticos. 

Toda la ciencia básica que ha permitido avanzar en la medicina moderna se ha desarrollado gracias a organizaciones sin ánimo de lucro, universidades, centros de investigación y laboratorios públicos; existiendo diversos informes que indican que entre el 70 y 80 % de los fármacos más importantes de las últimas décadas se desarrollaron gracias al conocimiento y las técnicas de laboratorios públicos, aprovechándose después las farmacéuticas de ello. Veamos algunos ejemplos:

-       La zidovudina, primer fármaco contra el SIDA que salió al mercado, fue sintetizada en la Fundación contra el Cáncer de Michigan en 1964 sin que, en ese momento, se le conociese ninguna utilidad (los primeros casos de SIDA se diagnosticaron en 1981), pese al poco dinero que le costó a Burroughs Wellcome, laboratorio que lo desarrolló y comercializó, en 1987 el precio del tratamiento anual para cada enfermo era de 10.000 dólares;

-       El Taxol, un fármaco eficaz contra varios tipos de cáncer (ovario, mama, pulmón, etc.) que se obtenía del tejo del Pacífico y que fue sintetizado por los científicos de los Institutos Nacionales de Salud estadounidenses, se entregó para su comercialización a Bristol-Myers Squibb, quien a pesar del bajo coste de producción en 1993 se embolsaba entre 10.000 y 20.000 dólares anuales por cada enfermo en tratamiento. Cuando terminó el derecho de patente, demandó a todos los que tenían intención de fabricar genéricos, retrasando con artimañas jurídicas la producción de fármacos más baratos y embolsándose miles de millones de dólares.

-       Más recientemente tenemos el ejemplo del Sovaldi, para el tratamiento de la hepatitis C. La empresa Gilead, comercializadora del medicamento no ha investigado nada, se limitó a comprar la patente por unos 11.200 millones de dólares al pequeño laboratorio californiano PHATMASET que lo había desarrollado, por cierto, basándose en la investigación realizada con fondos públicos en un centro británico. Si tenemos en cuenta que, según la propia industria, desarrollar un fármaco supone una inversión de 800 millones de dólares, cifra que los analistas  independientes reducen a menos de 100 millones, vemos que se trata de una operación especulativa, pues quien realizó la “innovación” con fondos públicos (PHATMASET)  obtuvo unos beneficios estimados en más de 10.000 millones y Gilead, en una maniobra puramente comercial, no solo recuperó rápidamente lo invertido sino que obtuvo unos ingresos desorbitados aplicando precios elevados (84.000 dólares por tratamiento en EEUU, 25.000 euros en España) que nada tenían que ver con el coste del producto y si con la exclusividad que la explotación del mercado le otorga la protección de patentes.

-       En el caso de las vacunas contra el COVID-19, la UE y sus estados miembros han participado con unos niveles de financiación pública que no tienen precedentes. Se estima que se han invertido más de 8.300 millones de euros en I+D, ensayos clínicos y fabricación de las seis potenciales vacunas candidatas de COVID-19 desarrolladas por AstraZeneca / Universidad de Oxford, Johnson & Johnson / BiologicalE, BioNTech, GlaxoSmithKline / Sanofi Pasteur, Novavax / Serum Institute of India y Moderna / Lonza.

La médica y activista Ellen 't Hoen, experta en propiedad intelectual, ha denunciado que, a pesar de los miles de millones de dólares de los contribuyentes invertidos por los gobiernos de países ricos de todo el mundo en el desarrollo de las vacunas, éstas serán propiedad y estarán bajo el control de las empresas y sus accionistas.

Los “acuerdos de compra anticipada” por parte de la Unión Europea, a pesar de tratarse de dinero público, se han llevado a cabo en el más absoluto secretismo, con una confidencialidad que incumple su propia normativa que obliga a la transparencia en los contratos. Los escasos datos que han salido a la luz del acuerdo realizado con la empresa alemana CureVac, conocido como “TachónGate” debido a las restricciones y tachaduras en los documentos mostrados, son altamente preocupantes, pues evidencian que, de nuevo, el afán de lucro y la inoperancia de los gobernantes se anteponen a las vidas de las personas. En el acuerdo, no se recoge el mandato de los estados miembros a la Comisión Europea de «promover la vacuna Covid-19 como un bien público mundial». Por el contrario, el enfoque de los acuerdos de compra anticipada parece estar en reducir el riesgo de inversiones y actividades de las empresas y menos en la protección del interés público y las inversiones públicas.

Una vez más, las consecuencias de las políticas neoliberales que, al primar el beneficio económico sobre las vidas de los ciudadanos, consiguen que los económicamente poderosos marquen las reglas, eliminando cualquier obstáculo a lo único que les importa y valoran: la riqueza, o mejor, “su riqueza”. Aunque ello suponga la muerte de millones de seres humanos, como ocurrió con el SIDA en el continente africano y puede suceder con el Covid en países de ingresos bajos y medios.

sábado, 6 de febrero de 2021

Profecía cumplida: La Navidad y sus muertos.

 Estamos en los primeros días de febrero de 2021 y, tal como había previsto la comunidad científica, y cualquiera que aplicara la razón a los hechos conocidos, la situación de la pandemia en nuestro país ha adquirido tintes dramáticos, con elevadas cifras de contagios, hospitales colapsados, sanitarios extenuados y los fallecidos en cantidades tan elevadas que están saturando las funerarias. Volvemos a rememorar lo ocurrido en la primera embestida del virus.

A pesar de ello, el relato diario de los medios de comunicación se limita a contar, día tras día, la misma tediosa sopa de cifras carente de análisis crítico y emoción en sus contenidos. Con la consiguiente apatía y desinterés en quienes las escuchan, a pesar de la gravedad de los hechos. ¡Vamos, como si la cosa no fuese con nosotros!

En este contexto, los acontecimientos son tratados, por unos y otros, con una resignación similar a la de una catástrofe imprevista de la naturaleza, como si de un terremoto se tratara. De manera que las actuaciones de las autoridades políticas y sanitarias suelen ir un paso por detrás del virus, ocupados en paliar las consecuencias del desastre en lugar de planificar y actuar con antelación. Condicionados a concentrar los esfuerzos en el ámbito asistencial, especialmente el hospitalario, para resolver los daños ocasionados, al tiempo que se descuida la atención primaria y los aspectos preventivos. Prevención que, durante las navidades, se ha limitado a decirnos de manera persistente lo que, aunque se nos permitía, no debíamos hacer. Dejando al arbitrio y la responsabilidad de cada persona su cumplimiento.

Sin embargo, la actuación por parte de los gobernantes ante la pandemia en estos momentos, no puede ser comparable a la producida ante un desastre natural imprevisto, pues lo que nos está ocurriendo se sabía con la antelación suficiente para haberlo evitado, sino en su totalidad, en gran medida.

Si en marzo del 2020, no teníamos ni idea ante lo que nos enfrentábamos, y cuando empezamos a ser conscientes de la gravedad del problema nos encontramos con escasez de recursos, tanto materiales para la protección de los profesionales como para el tratamiento de los enfermos, es razonable considerar que se actuó lo mejor que se pudo o se supo, con aciertos y errores. Sin embargo esta presunción de inocencia no es aplicable a lo que está ocurriendo en estos días, ya que desde distintos organismos de salud se alertaba de las consecuencias de no tomar medidas extremas durante las fiestas navideñas que, de no hacerse, preveían unas 20.000 muertes extras en nuestro país durante los meses de enero y febrero. Previsiones que, por desgracia, se van cumpliendo.

A principios de diciembre, tras diez meses de pandemia, ya teníamos conocimientos suficientes sobre el virus para tomar las medidas convenientes. Sabíamos que es altamente contagioso, que se transmite principalmente entre las personas por vía aérea mediante aerosoles y gotitas de flugge, y que las temperaturas invernales propician el contagio al provocar agrupaciones en espacios cerrados. A lo anterior, se añade la aparición de una variante que, en el mejor de los casos es 70% más contagiosa y en el peor, que además, puede ser más lesiva. Si con este escenario favorable al virus, en vez de actuar en consecuencia poniendo limitaciones, lo que hemos hecho es darle más facilidades, al permitir la movilidad y reuniones familiares en Navidad, tendremos todos los ingredientes para predecir, sin ser ningún lumbreras, lo que está ocurriendo, tan fácil como ¡blanco y en botella!  

Sin embargo nuestros gobernantes, con las Comunidades Autónomas a la cabeza en la toma de decisiones tal como exigían en los primeros meses de pandemia como requisito imprescindible para solucionarla, siguen tan preocupados como incapacitados para tomar las medidas necesarias. Instalados en la queja al gobierno como actividad principal, ahora por dejarlos decidir. En sus, lamentables y tediosas, comparecencias siguen mostrando su preocupación y advirtiendo que de seguir así tendrán que tomar drásticas medidas, sin aclarar hasta donde podemos llegar antes de que las tomen y que tipo de medidas. Todo queda pospuesto a la socorrida reunión con los respectivos “expertos”. Ejemplarizando una conducta de auténticos procrastinadores, ante unos problemas que necesitan lo opuesto, es decir, mensajes claros, actuaciones rápidas y “no dejar para mañana lo que se debe hacer hoy”.

Con los datos que teníamos a principios de diciembre y ante la perspectiva de poder iniciar la campaña de vacunación a finales de ese mes. ¿Qué medidas debieron tomarse?

En mi opinión, se tendría que haber implantado un confinamiento de 2-3 semanas similar al de marzo con lo que, esperando obtener los mismos resultados, y no se me ocurren razones para pensar otra cosa, hubiésemos llegado a final de diciembre con una prevalencia poblacional reducida y, consecuentemente un sistema sanitario libre de presión asistencial por Covid, tanto en hospitales como en atención primaria.

En este escenario, bastante más deseable que el actual, además de haber evitado las decenas de miles de muertos, los profesionales y los centros sanitarios estarían en mejores condiciones para vacunar a la población. También se hubiese disminuido el riesgo de que durante el proceso de vacunación, los vacunados se infecten antes de desarrollar la inmunidad, algo bastante factible en el contexto actual.

Que otros países de nuestro entorno estén pasando por una situación similar, no justifica la mala actuación de quienes teniendo capacidad para tomar decisiones han tomado las equivocadas que nos han traído hasta aquí. No nos sirve recurrir al dicho “mal de muchos…” pues sabemos a quienes consuela.

En contraste con lo anterior, que suele ser lo que transmiten los medios, tenemos países en los que la pandemia está siendo bastante controlada. A fecha de 2 de febrero, según la página donde se publican los casos de Covid en cada país, en Japón con más de 126 millones de habitantes y unas 350.000 afectados, solo algo más de 6,000 las personas fallecidas, en Noruega con 5,4 millones de habitantes son 582 los muertos, Australia con 25 millones no llegan a 1000 y Nueva Zelanda con 5 millones solo se han contabilizado 25 fallecimientos, etc. España con 47 millones, hemos superado los 60.000 muertos. ¿Por qué estas diferencias? No lo sabemos, porque ni se informa, ni se investiga. ¡Qué interesante ocasión para un periodismo de investigación!

En una sociedad como la nuestra, con una importante desconfianza y desafección hacia los gobernantes, se sabe que las restricciones que se consideren necesarias solo se cumplirán si lo son por obligación legal y no meras recomendaciones. Sin embargo durante las navidades se ha recurrido a las recomendaciones en detrimento de las obligaciones, y así hemos estado hasta que los contagios, los enfermos y muertos han saturado hospitales y funerarias. Siempre un paso por detrás.

Si a la brecha de recelo mutuo entre gobernantes y gobernados, le añadimos la división social y política, con un enfrentamiento cainita entre partidos políticos y  administraciones, cuando necesitamos el entendimiento y la acción conjunta, para poder superar los retos planteados por un problema, que no debería tener color político, como es la pandemia, lo sorprendente sería obtener buenos resultados.

  Si admitimos la premisa de que los problemas que tenemos con la pandemia son consecuencia de una manera de pensar y actuar por parte de quienes nos gobiernan, tanto a nivel central como autonómico, e incluso europeo, tendríamos que concluir, parafraseando a Einstein, que no podremos resolverla mientras no cambien quienes han intervenido en su creación. En definitiva, que necesitamos personas que aporten ideas nuevas, por lo  que deberían ser relevados de su puesto todos los que hasta hoy han tenido alguna capacidad de decisión para luchar contra el coronavirus. Y no tengo claro si, además, debería abrirse una investigación por su responsabilidad en el sufrimiento y muertes consecuencia de las medidas (no) tomadas para salvar la Navidad y, supuestamente la economía.

Si no somos capaces de aprender de los errores, estaremos condenados a repetirlos una y otra vez, lo que en una situación de este tipo no podemos ni deberíamos permitir. Preocupa que, cuando aún no hemos terminados de enterrar a los muertos de la Navidad, se oigan voces pidiendo ¡salvar la Semana Santa!

En nuestras manos está remediarlo. Podemos seguir resignados y anestesiados delante del televisor o levantar la voz y exigir a los responsables políticos, desde el Rey hasta el Concejal del último pueblo, que consideren esta crisis un problema de Estado y actúen en consecuencia, trabajando conjuntamente y utilizando la ciencia y la ética como herramientas para frenar la pandemia.

Parafraseando para la ocasión a mi querido amigo Julio Anguita: “No me preocupa los errores del poder, lo que me aterra es el silencio del pueblo”. O lo que es peor, el griterío de la masa instalada en la queja, sin otro fin que dañar la democracia, en nombre de la libertad.