En el año 2000 la Organización Mundial de la Salud junto a otros
organismos fijaron el 4 de febrero como Día
Mundial contra el Cáncer. Su objetivo, concienciar a nivel mundial sobre
una de las enfermedades de mayor morbi-mortalidad, difundiendo las acciones de
prevención y detección temprana para frenar su
alarmante aumento.
Dieciséis años después los datos indican que no vamos por
buen camino. Las cifras no sólo siguen aumentando sino que, como en el caso de
España, las previsiones para 2016 han sobrepasado, en más de 1000 casos, las
estimaciones previstas para el 2020. Y lo que es peor se calcula que a nivel
mundial el número de casos se triplicará en dos décadas.
A raíz de estos datos, lo correcto sería que los organismos
responsables hicieran una autocrítica y tomaran medidas para cambiar este negro
panorama. Sin embargo continuan instalados en una “ceguera voluntaria e
interesada” y repitiendo los “mantras” habituales a pesar de su evidente
fracaso.
Así, en los días previos al 4 de febrero, los medios nos han
mostrado a través de la Sociedad Española de Oncología Médica (SEOM) los datos referidos
anteriormente y lo que, a mi entender resulta más preocupante, la justificación que aportan. Según la
SEOM las razones de este aumento de la incidencia están en el envejecimiento
de la población y en el estilo de vida (Tabaco, Alcohol, Obesidad y
Sedentarismo). La parte positiva de la noticia es que, a pesar de los
datos, las cifras de supervivencia de estos pacientes han mejorado, debido
fundamentalmente a los progresos en el tratamiento de algunos cánceres como el
de mama y colon.
Si aceptamos las razones dadas por los expertos, lo primero
a destacar es que “la carga de la culpa”, recae sobre las víctimas. Son las
personas afectadas las que con sus “malos hábitos” provocan este incremento de
la enfermedad. Algo muy humano, pues ya sabemos que cuando algo va mal solemos
señalar a los demás como responsables. Así que en estos asuntos no somos
diferentes, lo que va mal (aumento de la incidencia) es responsabilidad de los
afectados y el mérito (aumento de la supervivencia) es gracias a los
profesionales.
Aunque son muchos los argumentos que se pueden dar contra
esta explicación, baste con señalar que los animales salvajes, a los que no
podemos acusar de estos malos hábitos, están afectados igual que los seres
humanos. Por otra parte la cara más dramática del incremento del cáncer es la
juventud de los afectados, bien sean en hombres y el cáncer de próstata,
mujeres en el de mama o niños en leucemias y cáncer cerebral. Obviamente resulta
deseable para la salud seguir insistiendo en cambiar dichos hábitos y
ciertamente la epidemia de obesidad en el mundo occidental constituye un grave
problema. Sin embargo no tengo claro que con los otros elementos, sobre todo en
lo referente al tabaco estemos empeorando. Según publicaciones en prensa el
número de fumadores en nuestro país, aunque sigue siendo alto, ha descendido en
los últimos años. Y si nos retrotraemos a las últimas décadas solo basta
recordar que en cualquier reunión de hombres, independientemente de su
condición sociocultural, el no fumador era “rara avis”. Hoy ocurre lo contrario,
el raro es el fumador. Hemos pasado de fumar en los hospitales a no hacerlo en
bares y cafeterías. Lo que supone un gran avance para disminuir la exposición y
el riesgo asociado al tabaco. Según la AECC en Europa la mortalidad por consumo
de tabaco ha comenzado a disminuir en hombres aunque aumenta en mujeres.
En mi opinión hemos vuelto a perder la oportunidad de
señalar a otros posibles “villanos”, con una implicación mayor que los
mencionados, como agentes responsables de esta mala situación. Me refiero las
decenas de miles de productos químicos sintéticos que desde la revolución
verde, después de la Segunda Guerra Mundial, estamos vertiendo en el
medioambiente, creando una “sopa química” que a través del aire, agua y
alimentos acaba alojándose en los seres
vivos, produciendo una elevada “carga química corporal”.
Son estos productos “Xenobióticos” (extraños al organismo
vivo) como los pesticidas, metales pesados, plásticos, aditivos, conservantes
alimentarios, etc. a los que estamos expuestos de manera extensa y permanente,
incluso antes de nacer, los que participan de manera relevante en el incremento
del cáncer, enfermedades degenerativas y trastornos reproductivos.
Tenemos el ejemplo del insecticida DDT que sigue apareciendo
en las placentas y mamas de mujeres jóvenes de nuestro país, a pesar de su
prohibición en 1985. ¡Y en la leche de mujeres esquimales!
Los herbicidas de mayor uso mundial, como el Roundup
(Glifosato) de Monsanto y la Atracina de la multinacional Syngenta, ambos
cancerígenos y disruptores endocrinos.
El Bisfenol A, presente en los biberones y utensilios
infantiles hasta su prohibición. En la actualidad lo encontramos en la
composición de plásticos y en los recubrimientos de latas de conservas y de
bebidas entre otros.
Los compuestos Organobromados, muy utilizados en
electrodomésticos, mobiliario y equipos electrónicos por su actividad como
retardantes de llama. Los Organofluorados que los encontramos formando parte de
los revestimientos de sartenes (Teflón), en calzado y ropa (Goretex). Además de
los Ftalatos presentes en ropa, juguetes infantiles, envoltorios plásticos y en
productos de cosmética junto a los Parabenes. Todos ellos con actividad
cancerígena.
Como dijo Einstein: “Si buscas resultados distintos, no
hagas siempre lo mismo”.
Necesitamos una manera diferente de pensar y actuar si
queremos sobrevivir a la “Crisis Ecológica Global” (Biodiversidad, Energía,
Clima y Salud) en la que estamos inmersos. En lo relacionado con la salud, pasa
por la toma de conciencia de los riesgos ambientales, trasladar la “carga de la
culpa” a los organismos encargados de vigilar y cuidar de la salud de los seres
vivos, abandonando la “ceguera voluntaria e intencionada” en la que están
instalados en beneficio de las multinacionales energéticas, petroquímicas y
farmacéuticas, y afrontar el problema de la contaminación química, evitando la
esquizofrenia actual de nuestra sociedad, en la que por un lado construimos un
modo de vida que produce enfermos, desnutridos y pobres; y por otro nos
quejamos de no tener dinero para curarlos.