Es de primordial importancia para entender el mercado de
medicamentos, tener presente el principio de que el objetivo de las empresas
farmacéuticas, como cualquier otra, es “obtener beneficios económicos”, o sea, “ganar
dinero”. Esto que es tan obvio cuando hablamos de cualquier empresa privada,
independientemente de a lo que se dedique, es necesario explicitarlo cuando se
refiere a las relacionadas con medicamentos, ya que, en el marketing de las
mismas suelen aparecer otros fines de manera insistente y frecuentemente se
deja de lado el objetivo principal, cuando no único, de muchas o de todas
ellas.
He de aclarar que me parece legítimo, ya que es su razón de
ser, que una empresa tenga como objetivo obtener beneficios económicos, lo que
no me parece honesto es que se escamotee este objetivo y se transmita la imagen
de que son otras metas más altruistas las que guían su conducta.
Hace tiempo leí en el diario “El País” un anuncio de
Farmaindustria en el que tras una breve descripción de los beneficios que nos
aportan los medicamentos y la investigación de la industria farmacéutica,
terminaba con el siguiente mensaje: “ALIVIAR
EL SUFRIMIENTO Y SALVAR VIDAS. Ese es el compromiso de la industria
farmacéutica con la sociedad”.
Contrasten Uds. con lo escrito en el nº 141 de Cuadernos de
Cristianismo y Justicia por Teresa Forcades i Vila: “En el breve periodo que va de 2000 a 2003, casi la totalidad de las
grandes compañías farmacéuticas pasaron por los tribunales de EEUU, acusadas de
prácticas fraudulentas. Ocho de dichas empresas
han sido condenadas a pagar más de 2,2 billones de dólares de multa. En
cuatro de estos casos las compañías farmacéuticas implicadas – TAP
Pharmaceuticals, Abbott, Astra Zeneca y Bayer- han reconocido su responsabilidad
por actuaciones criminales que han puesto en peligro la salud y la vida de
miles de personas...”
O con lo que en ese mismo periódico se podía leer “Sólo uno de cada diez nuevos infectados
por el VIH recibe tratamiento”, como titular de la XVI Conferencia
Internacional sobre el SIDA que se celebró en la ciudad de Toronto, y que
reflejaba los, por todos conocidos, esfuerzos y presiones que las empresas
farmacéuticas han realizado sobre los gobiernos y organismos internacionales
para proteger “sus legítimos derechos” a los beneficios económicos, mediante el
respeto de patentes, aunque ello haya supuesto la condena de millones de
personas que no pueden acceder a los fármacos como consecuencia del elevado
coste que este beneficio de las compañías supone en el precio de los mismos.
Es este tipo de hipocresía y de farsa la que debe ser objeto
de crítica y denuncia, ya que, repercute de forma importante en el tipo de
relaciones mercantiles que se establecen.
Cuando los directivos de cualquiera de las grandes compañías
farmacéuticas se reúnen para hacer balance de sus resultados anuales con los
accionistas de las mismas, los datos que les interesan y que se ponen sobre la
mesa son los beneficios económicos obtenidos, en ningún caso aparecen entre los
datos de interés para estos accionistas el número de personas a las que se les
ha curado, aliviado o, en ciertos casos, dañado; y mucho menos las que han
consumido sus productos sin que estuviesen indicados. Lo que realmente le
interesa son los euros o dólares que han obtenido de beneficios. Esta
aseveración, como pueden suponer, es especulativa, ya que no he asistido a
ninguna reunión de este tipo, pero me baso en que tampoco he leído en ninguna
publicación, informes facilitados por la industria farmacéutica que hagan
referencia a este tipo de datos.
Teniendo presente este principio básico y primordial de que
“el objetivo de las compañías farmacéuticas es ganar dinero” podemos entrar a
considerar el mercado de fármacos en nuestra país, para comprender como “el
miedo” se convierte en un buen aliado para el negocio de estas empresas, así
como, la participación que tienen otros “personajes” en esta historia
(usuarios, médicos, farmacéuticos de las oficinas de farmacia y los gestores de
la sanidad).
Resulta llamativo observar cómo está estructurado el mercado
de los medicamentos. Tenemos por una parte el usuario, que es el que los
consume, y que paga un porcentaje de su valor.
Por otro lado estamos los prescriptores de los fármacos, los
médicos, que somos quienes, en teoría, decidimos qué fármacos deben consumir y
a los que, a veces, actuamos “como si no
nos afectase” el coste de las
prescripciones que realizamos, y en cambio somos “presionados” por la industria
farmacéutica, a través de los “Informadores Técnicos Sanitarios” o “Visitadores
médicos” como se les conoce popularmente, para que prescribamos los más nuevos
y más caros, que son los que normalmente promocionan, con un amplio horizonte
en las indicaciones de los mismos.
Es de justicia resaltar que siempre ha habido profesionales
que se han adaptado a las recomendaciones del “uso racional del medicamento”, y
que este número va en aumento, bien porque el trabajo que vienen realizando
desde hace años los técnicos del medicamento, esté dando sus frutos, o porque,
una parte cada vez más importante de nuestra nómina está directamente
relacionada con el cumplimiento de objetivos, o quizás ambos hechos.
Además, están los farmacéuticos de las oficinas de farmacia,
que como es obvio, puesto que se trata de un negocio, su interés está en vender
lo máximo posible, lo que supone que cuantos más fármacos se expendan mejor
para el negocio.
Como podemos observar, los colectivos anteriores se
benefician realmente (industria y oficinas de farmacia) o creen beneficiarse
(consumidores), ya que, de “todos es sabido” que “lo más nuevo y más caro es lo
mejor”, del consumo exagerado de fármacos, en general, y de los mas nuevos y caros, en particular.
Resulta chocante observar la candidez con la que algunos
médicos aceptan las explicaciones “científicas” de los portavoces de la
industria farmacéutica y la tenaz resistencia que muestran ante las
informaciones procedentes de los técnicos del medicamento, cuya capacitación y
rigor científico está tan por encima de la información manipulada y sesgada de
la industria, que sería ofensivo hacer comparaciones sobre la calidad de ambas.
Probablemente una de las razones de esta actitud, esté en
que, mientras los primeros, refuerzan y apoyan con prebendas las desviaciones
de la buena práctica que podamos estar realizando, los segundos nos ponen
delante de nuestros ojos el mal uso que hacemos de los medicamentos de acuerdo
con los criterios científicos actuales y reflejados en las guías de las
sociedades científicas.
Es frecuente escuchar en el ámbito médico opiniones como
ésta: “Quizá el punto que determina la calidad de prescripción es la libertad
del médico para prescribir el medicamento que considera más adecuado para el
paciente”.
Hombre no. La libertad de prescripción en ningún caso
garantiza una calidad en la misma. Es deseable, o quizás necesaria, pero no
suficiente. Como ejemplo de que la libertad no garantiza la calidad tenemos los
casos recientes del Rofecoxib (Vioxx), la THS, glitazonas
(Avandia), cerivastatina (Lipobay), etc. Todos ellos fármacos que a pesar de
conocerse por el fabricante los daños que causaban los mantuvieron en el
mercado hasta que el número de victimas y la aplastante evidencia obligó a
retirarlos.
Un autor como Paul
Meehl atribuye la confianza de los clínicos en sus predicciones a una
“concepción errónea de la ética” y dice:
Es inadmisible manifestar que “No me importa lo que señalen
las investigaciones, yo soy un clínico, así que me baso en mi
experiencia clínica”.
Los médicos deberíamos repasar la historia de la medicina,
llena de luces y sombras, cuando
invocamos la, altisonante, “experiencia clínica, pues nuestra historia está
plagada de barbaridades que en su momento se consideraron muy adecuadas,
estando todas ellas basadas en la experiencia clínica, la cual, por otra parte,
era todo lo que tenían, lo que puede
ser considerado como una eximente en el juicio de la historia.
Es en este escenario donde “el miedo” se convierte en un excelente abono que hace crecer de
manera exagerada la necesidad de consumir fármacos por los ciudadanos,
independientemente de su estado de salud, para lo cual la industria despliega
todo su arsenal para “inventar” o “redefinir” enfermedades al objeto que todos
nos convirtamos en “clientes potenciales” de las sustancias que producen.
Resultan ilustrativas a este respecto las palabras que el
responsable de una de las compañías farmacéuticas mas conocidas declaró a la
revista Fortune.
Cerca de su jubilación, el agresivo director ejecutivo de
Merck, Henry Gadsden, dijo que le disgustaba que los mercados potenciales de la
compañía se hubieran limitado a las personas enfermas y afirmó que durante
mucho tiempo su sueño había sido fabricar medicamentos para gente sana, ya que
de ese modo, Merck habría podido “vender a todo el mundo”. Después de tres décadas
el sueño de Gadsden se ha hecho realidad, tal como afirma Ray Moynihan en su
libro “Medicamentos que nos enferman”.
“Es el marketing del miedo el que está en la base de las
estrategias promocionales para vender fármacos.
El miedo a sufrir ataques al corazón se utilizó para vender
a las mujeres que la menopausia es una enfermedad que requiere una sustitución
hormonal.
El miedo al suicidio entre los jóvenes se utiliza para
vender a los padres la idea de que incluso las depresiones leves deben tratarse
con medicación fuerte.
El miedo a una muerte prematura se utiliza para vender el
colesterol alto como algo que automáticamente requiere una receta médica.
Irónicamente, sin embargo, los ultra promocionados medicamentos provocan a
veces el mismo daño que supuestamente curan.”
Ante esta situación, parece como si los médicos hubiésemos
ocupado el “nicho ecológico” de meter miedo a la población que han dejado los
sacerdotes del catolicismo integrista o nacionalcatolicismo, sustituyendo el
“miedo a las consecuencias del pecado” por el “miedo a las consecuencias de la
enfermedad” o lo que es peor a los famosos y temidos “factores de riesgo”, como
la hipertensión y el colesterol por citar los mas famosos y lucrativos para la
industria farmacéutica y sus colaboradores (lideres de opinión, “expertos”,
etc)
A propósito de “los factores de riesgo” los estudios
realizados en Framingham, pequeña ciudad estadounidense de la costa del
Pacífico produjeron un cambio de paradigma, consistente en proporcionar
tratamiento a los sanos, con carácter preventivo y universal, por más
ineficiente que fuese.
Basándose en este proyecto las autoridades norteamericanas
establecieron unas normas unificadas en cuanto a los valores del hemograma que
expresarían cuando un sujeto dejaba de estar sano para figurar entre los
necesitados de terapia.
La industria no ha regateado en medios para justificar la
conveniencia de la reducción del colesterol o las cifras de tensión arterial.
Bristol-Myers-Squibb invirtieron 45 millones de dólares en
el estudio Glasgow.
Se inició en 1990. Formó dos grupos con un total de 6500
hombres de edades comprendidas entre los 45 y los 65 años, afectados por un
nivel de colesterol en sangre > 250 mg/dl. A los 5 años el grupo tratado con
el fármaco reductor había rebajado sus niveles en un 20%. El otro grupo que
recibió un placebo, presentaba prácticamente los mismos valores que al inicio
del estudio.
Lo curioso fue que apenas hubo diferencias en
ambos grupos en cuanto al riesgo cardiovascular.
Borgers ha calculado la eficacia que se obtiene a cambio de
un enorme gasto:
Tratando a 1000 personas durante 5 años, se evitarían en
este grupo de edad 7 fallecimientos debidos a enfermedades cardiovasculares, o
lo que es lo mismo habríamos tratado sin utilidad alguna a 993. Y las 1000 se
habrían expuesto además al riesgo de los efectos secundarios: trastornos
gástricos, estreñimiento, sensación de hinchazón, lesiones hepáticas en algunos
casos, rabdomiolisis, a veces letal.
La “eficacia” de los reductores del colesterol está únicamente
documentada en individuos de hasta 65 años de edad, pero no por eso dejan de
administrarse a personas de edades superiores.
Irwin Schatz: “Nosotros ignoramos cómo se explican estos
resultados (un estudio en mayores de 65 años presentaron índices de mortalidad
cada vez mayores a medida que se les bajaba el colesterol). Lo único que ha
quedado claro es que científicamente no tiene base el tratar de rebajar el
colesterol en pacientes de la tercera edad.” Lancet 2001.
Sin embargo, a pesar de estas evidencias, seguimos
utilizando el miedo y ampliando el negocio al tiempo que se reducen las cifras
“normales” y no se tiene en consideración la edad de los pacientes a lo hora de
prescribir medicamentos.